lunes, 12 de enero de 2009

Tonto de Remate

Hoy te he vuelto a ver desde que lo dejamos hace más de un año y medio. Y después de nuestra cita que me ha costado casi 20 euros de tintorería, me atrevo a decir que eres absolutamente tonto de remate.

Primero, me dices que quieres quedar conmigo insistentemente. Yo, pese a que en un primer momento vacilo un poco, accedo a organizar un encuentro en el café que tanto nos gustaba en la Calle Segovia. Cuando nos vemos por primera vez, me abrazas, me das un beso en la mejilla y rápidamente, te pones a hablar de ti, y de ti, sin preguntarme cómo estoy, mientras andamos hacia la cafetería. Y de repente, sacas a relucir el tema de nuestra relación. Me dices que no has logrado encontrar a nadie como yo en todo este tiempo que te haga sentirte tan feliz. Y, finalmente, y sin previo aviso, me inclino hacia ti poniendo morritos para darte un beso en los labios, y apartas la cara y tiras el capuccino con el codo, derramándolo sobre mi pantalón negro (los 20 euros de tintorería).

Mira chaval, te quiero pero sigo diciendo que eres tonto de remate.


jueves, 8 de enero de 2009

Querido amor, dos puntos.

Querido amor.

Aún recuerdo el momento en que me dijiste que te habías dado cuenta que ya no te merecía la pena estar conmigo después de cinco años juntos. Desde aquél día no te he vuelto a ver. Por eso, cuando esta mañana he recibido tu mensaje diciéndome que tenías ganas de verme, mis labios han escrutado una pequeña sonrisa sin querer. “Dime un lugar y una hora- me has escrito- y allí estaré”.

Elegí la cafetería de la Calle Infantas porque allí solíamos soñar despiertos e imaginarnos cómo serían nuestros hijos o dónde viviríamos. Recuerdo el día en que me prometiste en aquel rincón de ese café que nunca nos separaríamos mientras me sujetabas las manos fuertemente y notaba como era incapaz de reprimir mis lágrimas.

Faltaba un minuto para el momento del encuentro. Pensé en mi apariencia. Se notaba que el tiempo había hecho mella en mí desde la última vez. Sobretodo en el contorno de mis ojos donde ahora se notaban unas pequeñas arrugas. “Han transcurrido 10 años- pensé para no desanimarme- la gente cambia”.

Es verdad que la gente cambia. Me prometí a mi misma no volver a quedar contigo, no regresar a esa cafetería y sobretodo, no retomar esos sentimientos que me habían costado tanto silenciar en mi corazón, y que ahora parecían haberse avivado. Me maldije por estar allí.

Volví a examinar mi reloj. Ya pasaban diez minutos y no veía señales de ti por ninguna parte. Mi móvil tampoco tenía ninguna llamada o mensaje que pudiese revelar tu retraso. “Será el metro- me dije a mi misma, excusándote sin querer- se retrasa con asiduidad”.

Ese fue el motivo principal por el cual salí de la cafetería y me senté en un banco cercano desde dónde podía asegurarme si aparecías. No tardaste en venir, haciendo uso de ese aire tan desenfadado que tanto te caracterizaba, y fue cuando algo en mí me retuvo en aquel asiento. Creo que fue el orgullo de no querer saber nada de ti o simplemente el miedo que me despertaba volver a ser infeliz si me contabas tu nueva vida o tus sueños cumplidos logrados sin mí. Por eso no me levante y apagué el móvil. Hasta que te fuiste del café en silencio y con pequeñas zancadas pasados 30 minutos y me dí cuenta que te había perdido para siempre, como amor y como amigo.


Siempre tuya


Rebeca

martes, 23 de diciembre de 2008

Unas judías pintas con saliva

Siempre que David iba a casa de su abuela Paquita se agarraba su estomago fuertemente y decía que no tenía hambre. Todo parecía normal en la vida de este niño de 9 años, que sacaba buenas notas y comía todo lo que su madre ponía en su plato, excepto las sardinas y la comida de olla. Las primeras por las espinas y lo segundo por que en una ocasión, vio cómo su abuela probaba el mejunje de una olla con la cuchara, y luego volvía a meter el mismo cubierto en la cacerola para remover todo, imaginándose con horror como la saliva se iba mezclando con el líquido.

Por eso, cuando aquella mañana de domingo se enteró de que sus padres tenían pensado hacer una visita a su abuela, David estuvo de morros hasta que llegaron a la citada casa, incluso en el coche él no quiso ni escuchar música ni jugar a las adivinanzas con su madre.

Los tres se bajaron del coche cuando llegaron. El padre abrió la reja negra de la entrada y subieron por la rampilla que daba directamente a la puerta principal. Tras tres golpecitos a la puerta y una breve espera, la abuela Paquita apareció. Se echó el pelo canoso a lo champiñón hacía un lado y  saludó con un grito que hizo dar un pequeño salto al niño.

David tuvo que dar un beso a su abuela en la mejilla. Sintiendo todas las arrugas de la cara y el sabor especial de un maquillaje rancio, ya habitual.

Cuando la abuela se giró para saludar a los padres del niño, rápidamente David se pasó la mano por los labios sin que nadie le viese. En un abrir y cerrar de ojos, los progenitores pasaron al salón. Siempre hacían lo mismo. El padre vería la televisión en el canal de deportes y la madre hojearía las revistas de cotilleos que la abuela compraba cada jueves y lunes en el kiosco.

Tras la primera prueba superada del beso de entrada, David sólo tenía otra curiosidad que le mataba por dentro, y que su nariz no conseguía descifrar, pese al pesado olor que procedía de la cocina. Así que no tardó en acallarla.

-       Abuela, ¿qué hay para comer?

-       Judías Pintas y de postre, una sorpresa.

El postre era helado, ya se sabía de otras veces, pero... ¡Judías Pintas! ¡Eso era algo de cuchara!

Así que, en un periquete, David trazó un plan. Vigilaría que su abuela no incurriese en ningún delito culinario. Se sentó en la silla de la cocina y esperó.

Fueron 45 minutos de espanto y malos olores. El primer delito fue cuando la abuela tocó la basura con la mano izquierda y la volvió a utilizar para cortar la zanahoria sin que, previamente, se lavara las manos. El segundo vino cuando se calló el cuchillo al suelo y no le importó que se llenase de “bacterias de baldosa”, ya que lo utilizó para cortar la cebolla, la col, el tocino y las costillas de cerdo. Algunos de los ingredientes de la receta. Pero el tercero fue el peor de todos los demás. La comida estaba casi lista porque la abuela removía y removía. El niño no perdía de vista cada movimiento que la abuela pudiese dar en falso. La cuchara de madera daba vueltas creando unos círculos casi infinitos, hasta que llegó el momento. Paquita recogió líquido con el cubierto y se lo llevó a la boca. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Lo siguiente transcurrió a cámara lenta. David abrió la boca sin emitir sonido mientras su abuela metía la cuchara en la olla de las judías pintas, ahora con el nuevo ingrediente de la saliva.

La consecuencia era de esperar. David estuvo castigado toda la tarde. 

martes, 11 de noviembre de 2008

La discusión en Starbucks

Desde su creación, Starbucks ha querido ofrecer a sus clientes el denominado tercer lugar. Ese espacio físico dedicado al ocio,  a la diversión pero también al descanso; todo ello mientras disfrutas de una taza de café humeante.

Pero a veces, en Starbucks,  no todo ocurre como inicialmente debe ser. Lo que en un principio pareció una pareja de novios como muchas otras, que suelen pedirse un mocca blanco y un caramel macciato, cambió radicalmente cuando se sentaron en un sillón y empezaron a conversar. Ese ángulo está bautizado como “rincón del amor”, pero quizá tenga que cambiarlo por lo ocurrido aquella tarde de sábado.

Starbucks también presume de contar con la música más especial para sus clientes, pero aunque las canciones no pararon de sonar, el foco de atención se centro en el “rincón del amor” y en la pareja que empezó a subir el volumen de su conversación.

-       “Eres un hijo de puta”- la chica le espetó.

El chico enmudeció, al igual que los pocos clientes que estaban alrededor y  los trabajadores de la barra. Pero al segundo, todos ellos siguieron con las numerosas conversaciones.  

 

-        “Te quiero”-empezó a decir el chico- “Pero no quiero estar contigo”

 

La mirada de odio de la chica era descomunal. De repente, él se levantó, se pusó la bufanda con un giro de muñeca y mirando a la chica desde las alturas, le tiró el delicioso mocca blanco a la camiseta.

Los clientes se miraban atónitos sin poder cerrar la boca. El chico se dio la vuelta y salió por la puerta. Mientras tanto, la chica miró a su alrededor, con la cara roja de vergüenza. Una clienta le ofreció un clínex. Ella lo cogió, se levantó, y sin mirar atrás se fue, con el abrigo en la mano, y con gotas de café goteando de su pantalón.

martes, 21 de octubre de 2008

Eva y los libros

El estante de los libros era el segundo. A casi un metro y medio del suelo. Por eso, Eva tuvo que subirse a un taburete de madera para elegir cuál sería su próxima víctima literaria. Aunque tenía sólo 10 años, ya se había cansado de sus libros infantiles sobre castillos y príncipes encantados, y quiso averiguar qué se escondía entre las motas de polvo del despacho de su padre. Sí, aquella sala en la que tenía prohibido el acceso mientras su progenitor no estuviese en casa.

Su padre había ido a recoger a su madre al trabajo y ella aprovechó esos 15 minutos. Cuando se asomó por primera vez a la estantería y leyó cada uno de los títulos, quiso bajar de inmediato y volver a leer "Las crónicas de Narnia". Pero también pensó que ya que había llegado hasta allí, no quería desaprovechar la ocasión de leer algo nuevo que motivase su deseo de vivir nuevas aventuras. Cuando había visto casi 10 portadas oyó a sus padres cómo abrían la puerta del recibidor, así que rápidamente cogió un libro al azar, bajó del taburete y salió de la habitación prohibida.

Fue a su dormitorio y cerró la puerta. Allí mismo leyó el título del libro afortunado: "El silencio de los corderos" de Thomas Harris. "Otro libro de ovejitas y pastores"- pensó.

Pero no fue así. Y quién conozca a Hannibal Lecter, sabrá que no es un personaje apto para niños. Ese mismo día, y en completo silencio, Eva devoró casi 30 páginas y hojeó la mayor parte se sus letras, y descubrió por primera vez, conceptos como "asesino en serie" o "canibalismo".

Como era normal en una niña de su edad, no quiso dormir sola. Pero no se le ocurrió ninguna excusa para irse a la cama de sus padres, y tampoco quería decir la verdad por lo que pudiera pasar. Por eso, estuvo toda la noche entre las sábanas de su cama, dejando una pequeña rendija para que su nariz respirase y otra para que su pelo no se enredase.

Al día siguiente, volvió a aprovechar esos 15 minutos en los que su padre salía a por su madre. Pero esta vez, devolviendo el libro a su lugar de origen pero con el misterioso presentimiento de que algún día, ella podría ser un estofado. 

martes, 14 de octubre de 2008

Curioso incidente en el autobús

Todo había comenzado cuándo decidí no comprar el billete y colarme en aquel autobús londinense con olor a sudor y a somnolencia. Eran las cuatro de la mañana de un viernes y todos mis compañeros de piso y yo habíamos ido a la discoteca “Walk About” en Charing Cross Road cerca de Trafalgar Square. Era la primera vez que veía el ambiente nocturno de la capital inglesa y realmente estaba atravesando un momento feliz. Irme a vivir  a Londres durante 3 meses había sido arriesgado pero todo estaba saliendo francamente bien.

El autobús de la línea 25 con dirección al barrio de Bow iba lleno, pero conseguí sentarme entre dos chicas rubias  y blanquecinas a cuál más dormida. Mi moreno español hacía un gracioso contraste con ellas. Mientras tanto, veía a mis amigos en la parte delantera. A veces me sonreían.

Entre los pequeños baches, las numerosas paradas y el sueño que me invadía no me percate de que el revisor se había subido y estaba pidiendo el billete a la masa de viajeros que se apretujaban contra los cristales para dejarle pasar. “¡Mierda!”. Eso fue todo lo que me dio tiempo a pensar antes de encontrarme al inglés regordito frente a mi , mientras veía como sus labios pronunciaban lo que no quería oír: “Ticket please”. En esos momentos en  los que la desesperación te invade y  salir airoso de la situación es lo único que parece importar, sólo se me ocurrió hacerme el tonto.

-       Sorry- contesté con una pésima pronunciación que ni mi hermano de 10 años habría hecho peor- i´m in “Joliday”.

-       Your ticket!!

Tras una breve  y necia conversación entre el gordito y yo, que hizo que los pasajeros despertasen de su sueño y rieran a carcajadas, el autobús se detuvo. Debía pagar 20 libras en concepto de multa para que me dejase continuar mi viaje o sino llamaría a la policía. Estaba aterrorizado pero yo sólo decía “Holiday” todo el rato y sólo oía risas entre los presentes. Mis amigos me dijeron que pagase pero me dí cuenta que todo lo que llevaba en el bolsillo era un billete de 10 libras. No tenía ni las llaves de casa, ni el móvil y lo que es peor, tampoco tenía documentación. Ellos me decían que me dejaban el dinero pero estaba tan nervioso que no sabía qué hacer. Eso me ocurría a menudo.

Entonces se abrió la puerta del autobús y me baje a toda prisa colándome entre los presentes y desenredándome de las manos porcinas del revisor. “Menos mal que soy delgado”- pensé. Y corrí. Corrí con todas mis fuerzas, bajé por unas escaleras cercanas hacia un túnel y entre las sombras me escondí. El sudor resbalaba por mi frente y fue allí cuando me dí cuenta de la realidad. Estaba sólo. En Londres. En algún lugar entre la City y las afueras. Sin documentación y sin apenas dinero y encima en busca y captura por no pagar un estúpido billete de un autobús. Lo único que se me ocurrió fue andar. Me fijé en el recorrido del autobús de la línea 25 y por calles paralelas me encaminé hacía mi casa.

Cuando llevaba 2 horas de caminata y el frío húmedo se me colaba entre el jersey pensé que sería hora de coger un taxi. Leí en un cartel que me encontraba en un barrio llamado White Chapel y recordé que allí era donde actuaba el archiconocido Jack El Destripador. “Debía conseguir un taxi. ¡Cómo fuese!”. Pasaron 7 taxis y ninguno se paró, hasta que finalmente, uno destartalado de color negro se detuvo frente a mí.

Me monté y le dije la dirección al taxista.  Él me dio conversación. Adivino a la primera que era español. Así que entre toros, olés y Reales Madrid llegué a mi destino por casi 9 libras. Acalorado, sudoroso pero a salvo.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Erase una segunda vez

En el mundo de los animales, un año después de la competición entre la liebre y la tortuga, apareció de nuevo un rayo de esperanza. El último año de la liebre había sido desastroso. De ser la más orgullosa ahora era la más tristona. Era el hazme reír de todo el bosque, mientras veía como la tortuga, antes lenta y andrajosa, elevaba su fama, trataba a los demás como perdedores e insignificantes y se convertía en la imagen de grandes marcas de calzado o de ropa deportiva. Ya no querían a una estúpida liebre. Pero lo que los demás no sabían es que se había estado preparando para competir otra vez, y esta vez no podría fallar. Se había dado cuenta de todos los problemas que le había suscitado la confianza en ganar y había aprendido la lección.
Un día la liebre se armó de valor y habló con ella.
- Me gustaría volver a desafiarte- le dijo a la tortuga pero con la mirada en el suelo.
Hubo un gran silencio, tras el cual, la tortuga elevó la voz:
- Ay mi pobre liebre, has sido víctima de tu propio fracaso y tu confianza por subestimar a tus contrincantes. Me das pena, por eso volveremos a correr otra vez.
La liebre subió la mirada y sonrió. Esa era su última oportunidad para demostrar lo que había aprendido en el último año.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera como hicieron el año anterior, y se volvió a señalar los lugares de salida y llegada.
La liebre miraba a la tortuga.
- Suerte.
- Creo que la suerte es para los perdedores – dijo la tortuga como si estuviese oliendo una caca de perro.
La carrera comenzó entre grandes aplausos. La tortuga rápidamente se puso en cabeza. Se notaba que había estado haciendo ejercicio. Pero la liebre no se rendía. Corría y corría pisando los talones a la tortuga.
El final de la carrera estaba cerca, y ambas iban muy igualadas. Pero en el último tramo la tortuga perdió el equilibrio y cayó contra el suelo. La liebre paró en seco a tres metros de la llegada e hizo señas para que los demás animales vieran que la tortuga estaba herida.
Mientras la ambulancia se llevaba a una tortuga con un pequeño rasguño en el caparazón, la liebre se sentó en una piedra y sonrió.
Aquel día había vuelto a aprender una lección que no olvidaría jamás, pero esta vez se sentía orgullosa de verdad.