martes, 23 de diciembre de 2008

Unas judías pintas con saliva

Siempre que David iba a casa de su abuela Paquita se agarraba su estomago fuertemente y decía que no tenía hambre. Todo parecía normal en la vida de este niño de 9 años, que sacaba buenas notas y comía todo lo que su madre ponía en su plato, excepto las sardinas y la comida de olla. Las primeras por las espinas y lo segundo por que en una ocasión, vio cómo su abuela probaba el mejunje de una olla con la cuchara, y luego volvía a meter el mismo cubierto en la cacerola para remover todo, imaginándose con horror como la saliva se iba mezclando con el líquido.

Por eso, cuando aquella mañana de domingo se enteró de que sus padres tenían pensado hacer una visita a su abuela, David estuvo de morros hasta que llegaron a la citada casa, incluso en el coche él no quiso ni escuchar música ni jugar a las adivinanzas con su madre.

Los tres se bajaron del coche cuando llegaron. El padre abrió la reja negra de la entrada y subieron por la rampilla que daba directamente a la puerta principal. Tras tres golpecitos a la puerta y una breve espera, la abuela Paquita apareció. Se echó el pelo canoso a lo champiñón hacía un lado y  saludó con un grito que hizo dar un pequeño salto al niño.

David tuvo que dar un beso a su abuela en la mejilla. Sintiendo todas las arrugas de la cara y el sabor especial de un maquillaje rancio, ya habitual.

Cuando la abuela se giró para saludar a los padres del niño, rápidamente David se pasó la mano por los labios sin que nadie le viese. En un abrir y cerrar de ojos, los progenitores pasaron al salón. Siempre hacían lo mismo. El padre vería la televisión en el canal de deportes y la madre hojearía las revistas de cotilleos que la abuela compraba cada jueves y lunes en el kiosco.

Tras la primera prueba superada del beso de entrada, David sólo tenía otra curiosidad que le mataba por dentro, y que su nariz no conseguía descifrar, pese al pesado olor que procedía de la cocina. Así que no tardó en acallarla.

-       Abuela, ¿qué hay para comer?

-       Judías Pintas y de postre, una sorpresa.

El postre era helado, ya se sabía de otras veces, pero... ¡Judías Pintas! ¡Eso era algo de cuchara!

Así que, en un periquete, David trazó un plan. Vigilaría que su abuela no incurriese en ningún delito culinario. Se sentó en la silla de la cocina y esperó.

Fueron 45 minutos de espanto y malos olores. El primer delito fue cuando la abuela tocó la basura con la mano izquierda y la volvió a utilizar para cortar la zanahoria sin que, previamente, se lavara las manos. El segundo vino cuando se calló el cuchillo al suelo y no le importó que se llenase de “bacterias de baldosa”, ya que lo utilizó para cortar la cebolla, la col, el tocino y las costillas de cerdo. Algunos de los ingredientes de la receta. Pero el tercero fue el peor de todos los demás. La comida estaba casi lista porque la abuela removía y removía. El niño no perdía de vista cada movimiento que la abuela pudiese dar en falso. La cuchara de madera daba vueltas creando unos círculos casi infinitos, hasta que llegó el momento. Paquita recogió líquido con el cubierto y se lo llevó a la boca. Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Lo siguiente transcurrió a cámara lenta. David abrió la boca sin emitir sonido mientras su abuela metía la cuchara en la olla de las judías pintas, ahora con el nuevo ingrediente de la saliva.

La consecuencia era de esperar. David estuvo castigado toda la tarde. 

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