martes, 21 de octubre de 2008

Eva y los libros

El estante de los libros era el segundo. A casi un metro y medio del suelo. Por eso, Eva tuvo que subirse a un taburete de madera para elegir cuál sería su próxima víctima literaria. Aunque tenía sólo 10 años, ya se había cansado de sus libros infantiles sobre castillos y príncipes encantados, y quiso averiguar qué se escondía entre las motas de polvo del despacho de su padre. Sí, aquella sala en la que tenía prohibido el acceso mientras su progenitor no estuviese en casa.

Su padre había ido a recoger a su madre al trabajo y ella aprovechó esos 15 minutos. Cuando se asomó por primera vez a la estantería y leyó cada uno de los títulos, quiso bajar de inmediato y volver a leer "Las crónicas de Narnia". Pero también pensó que ya que había llegado hasta allí, no quería desaprovechar la ocasión de leer algo nuevo que motivase su deseo de vivir nuevas aventuras. Cuando había visto casi 10 portadas oyó a sus padres cómo abrían la puerta del recibidor, así que rápidamente cogió un libro al azar, bajó del taburete y salió de la habitación prohibida.

Fue a su dormitorio y cerró la puerta. Allí mismo leyó el título del libro afortunado: "El silencio de los corderos" de Thomas Harris. "Otro libro de ovejitas y pastores"- pensó.

Pero no fue así. Y quién conozca a Hannibal Lecter, sabrá que no es un personaje apto para niños. Ese mismo día, y en completo silencio, Eva devoró casi 30 páginas y hojeó la mayor parte se sus letras, y descubrió por primera vez, conceptos como "asesino en serie" o "canibalismo".

Como era normal en una niña de su edad, no quiso dormir sola. Pero no se le ocurrió ninguna excusa para irse a la cama de sus padres, y tampoco quería decir la verdad por lo que pudiera pasar. Por eso, estuvo toda la noche entre las sábanas de su cama, dejando una pequeña rendija para que su nariz respirase y otra para que su pelo no se enredase.

Al día siguiente, volvió a aprovechar esos 15 minutos en los que su padre salía a por su madre. Pero esta vez, devolviendo el libro a su lugar de origen pero con el misterioso presentimiento de que algún día, ella podría ser un estofado. 

martes, 14 de octubre de 2008

Curioso incidente en el autobús

Todo había comenzado cuándo decidí no comprar el billete y colarme en aquel autobús londinense con olor a sudor y a somnolencia. Eran las cuatro de la mañana de un viernes y todos mis compañeros de piso y yo habíamos ido a la discoteca “Walk About” en Charing Cross Road cerca de Trafalgar Square. Era la primera vez que veía el ambiente nocturno de la capital inglesa y realmente estaba atravesando un momento feliz. Irme a vivir  a Londres durante 3 meses había sido arriesgado pero todo estaba saliendo francamente bien.

El autobús de la línea 25 con dirección al barrio de Bow iba lleno, pero conseguí sentarme entre dos chicas rubias  y blanquecinas a cuál más dormida. Mi moreno español hacía un gracioso contraste con ellas. Mientras tanto, veía a mis amigos en la parte delantera. A veces me sonreían.

Entre los pequeños baches, las numerosas paradas y el sueño que me invadía no me percate de que el revisor se había subido y estaba pidiendo el billete a la masa de viajeros que se apretujaban contra los cristales para dejarle pasar. “¡Mierda!”. Eso fue todo lo que me dio tiempo a pensar antes de encontrarme al inglés regordito frente a mi , mientras veía como sus labios pronunciaban lo que no quería oír: “Ticket please”. En esos momentos en  los que la desesperación te invade y  salir airoso de la situación es lo único que parece importar, sólo se me ocurrió hacerme el tonto.

-       Sorry- contesté con una pésima pronunciación que ni mi hermano de 10 años habría hecho peor- i´m in “Joliday”.

-       Your ticket!!

Tras una breve  y necia conversación entre el gordito y yo, que hizo que los pasajeros despertasen de su sueño y rieran a carcajadas, el autobús se detuvo. Debía pagar 20 libras en concepto de multa para que me dejase continuar mi viaje o sino llamaría a la policía. Estaba aterrorizado pero yo sólo decía “Holiday” todo el rato y sólo oía risas entre los presentes. Mis amigos me dijeron que pagase pero me dí cuenta que todo lo que llevaba en el bolsillo era un billete de 10 libras. No tenía ni las llaves de casa, ni el móvil y lo que es peor, tampoco tenía documentación. Ellos me decían que me dejaban el dinero pero estaba tan nervioso que no sabía qué hacer. Eso me ocurría a menudo.

Entonces se abrió la puerta del autobús y me baje a toda prisa colándome entre los presentes y desenredándome de las manos porcinas del revisor. “Menos mal que soy delgado”- pensé. Y corrí. Corrí con todas mis fuerzas, bajé por unas escaleras cercanas hacia un túnel y entre las sombras me escondí. El sudor resbalaba por mi frente y fue allí cuando me dí cuenta de la realidad. Estaba sólo. En Londres. En algún lugar entre la City y las afueras. Sin documentación y sin apenas dinero y encima en busca y captura por no pagar un estúpido billete de un autobús. Lo único que se me ocurrió fue andar. Me fijé en el recorrido del autobús de la línea 25 y por calles paralelas me encaminé hacía mi casa.

Cuando llevaba 2 horas de caminata y el frío húmedo se me colaba entre el jersey pensé que sería hora de coger un taxi. Leí en un cartel que me encontraba en un barrio llamado White Chapel y recordé que allí era donde actuaba el archiconocido Jack El Destripador. “Debía conseguir un taxi. ¡Cómo fuese!”. Pasaron 7 taxis y ninguno se paró, hasta que finalmente, uno destartalado de color negro se detuvo frente a mí.

Me monté y le dije la dirección al taxista.  Él me dio conversación. Adivino a la primera que era español. Así que entre toros, olés y Reales Madrid llegué a mi destino por casi 9 libras. Acalorado, sudoroso pero a salvo.